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Los derechos de la fraternidad

  • Milton ARRIETA-LÓPEZ
  • 22 mai
  • 37 min de lecture

Milton ARRIETA-LÓPEZ
Milton ARRIETA-LÓPEZ



Los derechos de la fraternidad

por Milton ARRIETA-LÓPEZ

 

Libertad, Igualdad, Fraternidad.





Estas tres palabras, emblema eterno de la Revolución Francesa, han iluminado el rumbo de la humanidad desde 1789. No fueron meros eslóganes revolucionarios, sino la síntesis de un ideal humanista que transformaría el mundo jurídico y político. A lo largo de más de dos siglos, cada uno de esos valores –la libertad, la igualdad y la fraternidad– fue permeando el desarrollo del derecho internacional público y de los derechos humanos. De hecho, la doctrina de las tres generaciones de derechos humanos (planteada por el jurista Karel Vasak en 1979) vincula a cada ideal revolucionario una “generación” de derechos: los derechos civiles y políticos encarnan la Libertad, los derechos económicos, sociales y culturales realizan la Igualdad, y los emergentes derechos de solidaridad representan la Fraternidad. Sin embargo, mientras libertad e igualdad han sido ampliamente positivizadas en tratados y constituciones, la fraternidad –entendida como solidaridad universal– sigue siendo un ideal por desarrollar plenamente. En estas páginas exploraremos cómo los ideales revolucionarios de 1789 forjaron el corpus del derecho internacional de los derechos humanos, y por qué ha llegado la hora de consolidar los derechos de la fraternidad con la misma fuerza y elegancia con que ya lo hicimos con los derechos de libertad e igualdad.



Libertad: De proclama revolucionaria a derecho positivo internacional


El ideal de Libertad, enarbolado en las barricadas parisinas, encontró eco duradero en la construcción del derecho internacional público. Las primeras declaraciones de derechos, como la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, pusieron la libertad individual en el centro del nuevo orden jurídico. Siguiendo ese legado, tras la Segunda Guerra Mundial la comunidad internacional reconoció a la libertad como pilar fundamental de la paz y la justicia. La Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 consagró numerosas libertades básicas (pensamiento, conciencia, religión, expresión, movimiento, etc.), marcando la pauta para futuros instrumentos jurídicos. Aquella Declaración –hija de la experiencia bélica y del anhelo de un orden mundial justo– dejó claro que sin libertades garantizadas, la dignidad humana queda en entredicho. Cada persona, por el mero hecho de ser humana, debía ser libre de la tiranía y el miedo. El mensaje no podía ser más claro ni más carismático: la libertad ya no sería un privilegio concedido, sino un derecho inherente que los Estados se obligarían a respetar.


Esa aspiración se positivizó pocos años después en tratados internacionales de alcance global. El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP), adoptado en 1966 y vigente desde 1976, tradujo el ideal de libertad en obligaciones jurídicas concretas para los Estados. En sus disposiciones late el espíritu revolucionario: allí se garantiza el derecho a la vida, se prohíben la tortura y la esclavitud, se consagran las libertades de expresión, de asociación, de culto religioso, así como el derecho al debido proceso y a la participación política. Cada artículo del Pacto de 1966 es un eco moderno de la consigna “Libertad”: asegura que ningún gobierno podrá, sin violar el derecho internacional, apagar la voz de sus ciudadanos, encarcelarlos arbitrariamente o impedírles elegir a sus gobernantes. La libertad, antes proclamada en las plazas, quedó así escrita en el mármol jurídico de un tratado vinculante. Casi todos los Estados del mundo han ratificado el PIDCP, lo que significa que la gran mayoría de la humanidad vive hoy –al menos en el plano normativo– bajo la protección de estos derechos de libertad.


Ejemplos concretos abundan en la vida cotidiana de nuestros sistemas jurídicos: gracias a estos derechos, una periodista puede publicar opiniones críticas sin censura previa; una persona acusada de un delito tiene derecho a un juicio justo e imparcial; una minoría religiosa puede profesar su fe abiertamente; un ciudadano común puede manifestarse pacíficamente en las calles exigiendo cambios. Son derechos que salvaguardan el ámbito de autonomía individual frente al poder estatal, materializando la Libertad en la esfera pública. Su influencia ha sido tan profunda que en la mayoría las constituciones nacionales de los 193 Estados miembros de la ONU incorporan hoy un catálogo de derechos civiles y políticos inspirados en aquel ideal. Desde la Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos que consagra la libertad de expresión, hasta las constituciones de países latinoamericanos, europeos, africanos y asiáticos que garantizan el habeas corpus o la libertad religiosa, se aprecia un hilo conductor que viene de 1789. El ideal revolucionario de ser libres e inmunes a la opresión se volvió ley escrita. La Libertad encontró así su cauce en el derecho positivo global, demostrando el poder normativo que puede tener un valor filosófico cuando enciende el alma de los pueblos.



Igualdad: Hacia la justicia social en el concierto de las naciones


Junto a la libertad, los revolucionarios franceses levantaron la bandera de la Igualdad. No se trataba solo de igualdad ante la ley, sino de la igual dignidad de todos los seres humanos, sin distinciones de cuna o fortuna. Este ideal ha sido igualmente fecundo en la evolución del derecho internacional, especialmente en la configuración de los derechos humanos de segunda generación. Si la libertad apuntaba a limitar los abusos del poder y a garantizar esferas de autonomía, la igualdad exigía algo adicional: que todas las personas dispongan de ciertas condiciones materiales y oportunidades básicas para llevar una vida digna. El siglo XX, marcado por enormes brechas sociales y económicas, vio emerger la convicción de que la justicia genuina requería nivelar el terreno para todos. Así nació un elenco de derechos económicos, sociales y culturales destinados a realizar la promesa de igualdad en sentido sustantivo. La Declaración Universal de 1948 ya esbozaba varios de estos derechos –como el derecho a la seguridad social, al trabajo, al descanso, a la educación– reconociendo que la libertad por sí sola resulta incompleta si millones carecen de pan, techo o acceso al saber. La igualdad, entendida como justicia social, debía complementarse con la libertad en la arquitectura de los derechos humanos universales.


El gran paso para positivizar este ideal llegó con el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC), también adoptado en 1966. Este tratado, hermano del Pacto de Derechos Civiles y Políticos, obligó a los Estados a promover y proteger derechos que apuntan a la equidad en las condiciones de vida. Allí se reconoce el derecho al trabajo digno y con justa remuneración, el derecho a fundar sindicatos y a la seguridad social; se garantiza el derecho a la educación en sus diversos niveles, el derecho a la salud y a un nivel de vida adecuado (que incluye alimentación, vestido y vivienda adecuados); se protege el derecho a participar en la vida cultural y a gozar del progreso científico. Cada uno de estos derechos refleja la concreción jurídica del valor Igualdad: ya no basta que la ley trate a todos igual en lo formal, ahora la comunidad internacional aspira a que toda persona pueda desarrollar sus capacidades en pie de igualdad real con los demás, sin quedar excluida por la pobreza o la falta de oportunidades. Aunque el PIDESC establece que la realización plena de muchos de estos derechos puede alcanzarse progresivamente (en función de los recursos disponibles de cada país), su sola existencia como obligaciones internacionales demuestra que el ideal de igualdad se erigió en norma, moldeando políticas estatales en todas las regiones del planeta.


El impacto práctico de los derechos de igualdad ha sido notable en las legislaciones nacionales. Constituciones modernas –especialmente tras la segunda posguerra y la ola descolonizadora– incorporaron amplios catálogos de derechos sociales junto a los civiles. Por ejemplo, la Constitución de la India (1950) consagra el derecho a la educación gratuita para los niños; la mayoría de las constituciones latinoamericanas garantizan el derecho a la salud y a la seguridad social; Sudáfrica, al salir del apartheid, incluyó derechos a la vivienda adecuada, al agua y a la atención médica. Incluso constituciones de Europa occidental, como la de España (1978), reconocen derechos a la protección de la salud, pensiones y vivienda digna. En América Latina, cartas magnas como la colombiana (1991) o la argentina (reforma de 1994) elevaron a rango constitucional numerosos derechos sociales inspirados en la igualdad material. Así, de los 193 Estados miembros de la ONU, la inmensa mayoría reflejan en sus constituciones los derechos proclamados en el PIDESC, señal de que la igualdad social ha pasado de ser un noble anhelo a convertirse en mandato jurídico. El valor de Igualdad ha penetrado en el ADN de las naciones: hoy entendemos que la libertad del individuo se engrandece cuando va acompañada de la igualdad de oportunidades y de condiciones de vida dignas para todos.



Fraternidad: El surgimiento de los derechos de solidaridad


Resta por examinar el tercer valor de aquel trÍptico revolucionario: la Fraternidad. A diferencia de sus compañeras, la fraternidad no cristalizó de inmediato en derechos exigibles durante el siglo XX. Este ideal –que evoca la hermandad entre todos los seres humanos– quedó a menudo relegado al plano de la ética o la retórica, eclipsado quizás por las urgencias de la libertad y la igualdad. Sin embargo, la noción de fraternidad siempre estuvo latente en la base del proyecto universalista de los derechos humanos. Ya en 1948, el artículo 1 de la Declaración Universal de Derechos Humanos proclamó que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.” En esta poderosa frase –que conjuga libertad, igualdad y fraternidad– se reconoce que, además de ser libres e iguales, los miembros de la familia humana tienen el deber de tratarse mutuamente con espíritu fraterno. La fraternidad aquí se vislumbra como un principio rector de la conducta humana, un ideal de solidaridad que trasciende fronteras, lenguas y culturas. Este reconocimiento no era casual: reflejaba la intuición de los redactores de la Declaración Universal (figuras como René Cassin, Eleanor Roosevelt o Henri Laugier, profundamente imbuidos de humanismo) de que la hermandad universal debía complementar a la libertad y la igualdad para cimentar una paz duradera. No obstante, a pesar de tan auspicioso comienzo, los derechos fundados explícitamente en la fraternidad tardaron décadas en articularse con claridad en el derecho internacional.


Fue hacia fines del siglo XX cuando empezó a cobrar fuerza la idea de unos “derechos de solidaridad” –también llamados derechos de la fraternidad– que constituyen la tercera generación de los derechos humanos. Estos derechos se caracterizan por su naturaleza colectiva o difusa, y por requerir de cooperación internacional para su realización efectiva. Si los derechos de libertad protegían principalmente al individuo frente al Estado, y los de igualdad obligaban al Estado a garantizar prestaciones a sus ciudadanos, los derechos de fraternidad implican deberes conjuntos de los Estados y los pueblos entre sí, en aras de bienes comunes de la humanidad. En palabras del constitucionalista alemán Peter Häberle, el desarrollo futuro del Estado de Derecho constitucional tendrá que medirse en cómo actualiza el ideal de fraternidad en sus estructuras jurídicas. Dicho de otro modo, la madurez de nuestras sociedades se evidenciará en la capacidad de trabajar mancomunadamente, más allá del interés nacional inmediato, para asegurar condiciones de vida dignas y pacíficas a todos los pueblos. La solidaridad –concepto íntimamente ligado a la fraternidad– supone reconocer que ningún país ni ningún ser humano es una isla aislada: todos enfrentamos problemas globales que solo podrán resolverse a través de la acción colectiva y la empatía recíproca.

¿Cuáles son, concretamente, esos derechos de la fraternidad? La doctrina jurídica suele mencionar varios, pero tres destacan por su desarrollo en la arena internacional: el derecho a la paz, el derecho al desarrollo (sostenible) y el derecho a un medio ambiente sano. Todos ellos comparten la cualidad de que su titular es la humanidad en su conjunto (o pueblos enteros), y de que para garantizarlos se requiere la fraternidad activa de la comunidad internacional. Conviene examinarlos brevemente.


El derecho humano a la paz es quizá el más fundamental de estos derechos de solidaridad. Sin paz, los derechos de libertad e igualdad carecen de contexto para florecer. Inspirado en el anhelo perenne de la humanidad de “batir las espadas en arados”, este derecho postula que todo ser humano –y todo pueblo– tiene el derecho a vivir en un orden social e internacional en el que la paz prevalezca. La Carta de la ONU de 1945 ya había sentado las bases al proclamar que su principal propósito es “preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra”. Décadas más tarde, la Asamblea General de la ONU afirmó en diversas declaraciones la aspiración de la paz como derecho de los pueblos: por ejemplo, la Declaración sobre el Derecho de los Pueblos a la Paz de 1984, y más recientemente la Declaración sobre el Derecho a la Paz de 2016. Aunque estas resoluciones carecen de la fuerza jurídica de un tratado, tienen un inmenso valor moral y político. En ellas se reconoce que los Estados tienen la obligación de cooperar para eliminar la amenaza de la guerra, reducir los conflictos armados y promover la seguridad colectiva. La paz ya no se concibe solo como una situación (ausencia de guerra) sino como un derecho humano emergente que demanda acciones positivas: educación para la paz, desarme, mediación en conflictos y una cultura de diálogo. Algunos países han ido más allá, incorporando el concepto en sus constituciones; así, la Constitución de Japón (1946) renuncia a la guerra y la de Colombia (1991) proclama que “la paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”. Estas iniciativas reflejan un despertar jurídico del valor fraternidad: la paz se eleva como derecho porque nos concierne a todos asegurarla mutuamente, como hermanos que desean convivir sin violencia.


Junto a la paz, el derecho al desarrollo encarna otro aspecto de la fraternidad en el plano internacional. Proclamado formalmente en la Declaración de las Naciones Unidas sobre el Derecho al Desarrollo de 1986, este derecho sostiene que todo pueblo y toda persona tienen derecho a participar en un desarrollo económico, social, cultural y político donde puedan realizar plenamente todos sus derechos fundamentales. En esencia, es el derecho a no quedar al margen del progreso, a superar la pobreza y la marginación mediante la cooperación entre naciones. La idea de fraternidad resplandece aquí en la exigencia de solidaridad económica y tecnológica: los países más avanzados deben colaborar con los más rezagados, compartiendo recursos, conocimientos y buenas prácticas, para que el bienestar se expanda a nivel mundial. En los albores del siglo XXI, esta noción ha evolucionado hacia el concepto de desarrollo sostenible, que integra no solo el crecimiento económico y la inclusión social, sino también la protección del medio ambiente (pensando en las generaciones futuras). Los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) adoptados por la ONU en 2015 son una manifestación concreta de esta visión solidaria: son 17 metas globales –que abarcan desde la erradicación del hambre y la pobreza, hasta la educación de calidad, la reducción de desigualdades y la acción climática– cuyo cumplimiento requiere un esfuerzo conjunto de todas las naciones. En particular, el ODS 17 enfatiza la “Alianza Mundial para el Desarrollo Sostenible”, subrayando que la fraternidad entre países (cooperación financiera, comercial, tecnológica) es condición sine qua non para lograr los demás objetivos. Aunque todavía no existe un tratado universal vinculante que garantice el derecho al desarrollo sostenible con mecanismos coercitivos, la práctica internacional avanza en ese sentido: iniciativas como el Fondo Verde para el Clima, la asistencia oficial al desarrollo y las redes científicas globales son expresiones incipientes de una solidaridad hecha norma. En definitiva, el derecho al desarrollo nos invita a contemplar a la humanidad como una gran comunidad donde el progreso de uno redunda en el bien de todos, y donde “nadie debe quedar atrás” (lema central de la Agenda 2030 de la ONU).


Por último, el derecho a un medio ambiente sano ejemplifica de manera paradigmática los derechos de fraternidad. La protección del planeta –nuestra casa común, como la llamó el papa Francisco– es un desafío que trasciende fronteras nacionales y generaciones presentes. La degradación ambiental, el cambio climático, la pérdida de biodiversidad y la contaminación global ponen en riesgo el bienestar (incluso la supervivencia) de todos los pueblos. De ahí surge la noción de que toda persona tiene derecho a vivir en un ambiente limpio, saludable y sostenible, y correlativamente los Estados (y demás actores) tienen el deber de cooperar para salvaguardar ese entorno compartido. Este derecho no fue expresamente reconocido en 1948, pero ha ido ganando terreno con el tiempo. Numerosos instrumentos internacionales –desde la Declaración de Estocolmo de 1972 sobre medio ambiente humano, hasta el Acuerdo de París de 2015 sobre cambio climático– afirman la importancia de preservar los ecosistemas y claman por responsabilidad común (aunque diferenciada) de las naciones. En 2022, la Asamblea General de la ONU dio un paso histórico al aprobar una resolución que reconoce el derecho humano a un medio ambiente limpio, sano y sostenible. Si bien se trata de una declaración no vinculante, envía un fuerte mensaje: la comunidad mundial acepta que el cuidado del medio ambiente es un derecho de todos y que su garantía exige la acción fraterna de todos. De hecho, más de 100 constituciones nacionales ya incluyen explícitamente el derecho a un ambiente sano, reflejando un consenso creciente. Por ejemplo, la Constitución de Sudáfrica reconoce el derecho a un ambiente no perjudicial para la salud, la de Ecuador (2008) otorga incluso derechos a la naturaleza, y muchas otras consagran deberes de protección ambiental. La fraternidad, en este contexto, se manifiesta como solidaridad intergeneracional: nuestra generación tiene la obligación para con las venideras de legarles un planeta habitable. Así, el derecho ambiental solidario ensancha el círculo de consideración moral y jurídica, recordándonos que somos hermanos también de quienes aún no han nacido y que solo actuando unidos podremos mantener el equilibrio de la Tierra.



Conclusión: Hacia la positivización plena de la Fraternidad


La travesía desde 1789 hasta nuestros días nos enseña que los ideales más sublimes pueden transformarse en realidad jurídica cuando la voluntad colectiva empuja en esa dirección. Libertad, Igualdad y Fraternidad nacieron como un grito de esperanza revolucionaria, como un sueño de humanismo que parecía utópico en tiempos de monarquías absolutas y jerarquías rígidas. Con el paso de las generaciones, aquellos sueños se han ido materializando en derechos: primero, los derechos de libertad ganaron estatura constitucional e internacional; luego, los derechos de igualdad se abrieron camino para construir Estados más justos; ahora, aguarda su turno la fraternidad. Los llamados derechos de la fraternidad o de solidaridad todavía no gozan del mismo grado de positivización –carecemos de tratados universales plenamente obligatorios sobre la paz, el desarrollo o el medio ambiente que equiparen en fuerza a los Pactos de 1966–, pero el horizonte apunta hacia allí. Los desafíos globales de nuestro tiempo así lo exigen: frente a amenazas como las guerras persistentes, la crisis climática, las pandemias o las desigualdades abismales, ningún país puede salvarse solo. La interdependencia de la humanidad es un hecho ineludible, y el derecho deberá adaptarse para consagrar formalmente esa interdependencia solidaria como lo hizo con la libertad y la igualdad.


Encarar el siglo XXI con las armas del derecho implica elevar la Fraternidad al mismo rango que sus hermanas. Esto supone abogar por nuevos instrumentos internacionales vinculantes –quizá una Convención sobre el Derecho a la Paz, un Pacto por el Desarrollo Sostenible, un Tratado Global del Medio Ambiente– que den fuerza jurídica a lo que hoy son compromisos políticos. Supone también cultivar en la ciudadanía mundial una conciencia fraterna, para que los Estados actúen con la generosidad y responsabilidad que la hora demanda. Luchar por los derechos de la fraternidad no es quimera, es la continuación natural de la gesta iniciada en 1789. Así como en el pasado se lograron abolir la esclavitud, consagrar el sufragio universal, establecer la educación pública o erradicar enfermedades mediante esfuerzos mancomunados, hoy podemos aspirar a erradicar la pobreza extrema, a prevenir los conflictos antes de que estallen y a revertir el daño ambiental, si actuamos unidos. Es preciso, entonces, un llamado a la acción: que juristas, gobernantes y pueblos no cejen hasta ver reconocidos formalmente estos derechos de solidaridad en todos los foros posibles. Solo cuando la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad estén las tres grabadas con igual nitidez en las leyes –y en los corazones– podremos decir que la promesa de la Revolución Francesa y de la Declaración Universal se ha cumplido plenamente. En palabras del poeta Schiller inmortalizadas por Beethoven, “Todos los hombres serán hermanos”; hagamos que el derecho positivo honre por fin esa hermosa proclama, garantizando un mundo donde la libertad individual conviva con la igualdad social y con la fraternidad global. Es la hora de que los derechos de la fraternidad dejen de ser la hermana olvidada y pasen a ser columna firme de un nuevo humanismo jurídico, más solidario, más pacífico y más justo para toda la humanidad.


Milton ARRIETA-LÓPEZ












Les droits de la Fraternité

Par Milton ARRIETA-LÓPEZ



Liberté, Égalité, Fraternité. 


Ces trois mots, éternel emblème de la Révolution française, nimbés d’un éclat toujours vivant, ont guidé le destin de l’humanité depuis 1789. Ils ne furent pas de simples devises brandies au cœur de la tourmente révolutionnaire, mais bien la synthèse puissante d’un idéal humaniste destiné à métamorphoser l’ordre juridique et politique des sociétés modernes.





Depuis plus de deux siècles, chacun de ces principes fondamentaux – la liberté, l’égalité et la fraternité – a imprégné peu à peu la formation du droit international public et l’édification progressive des droits humains. En 1979, le juriste Karel Vasak proposait une brillante articulation doctrinale : celle des trois générations de droits de l’homme, chacune étant le reflet fidèle d’un de ces idéaux révolutionnaires. Ainsi, les droits civils et politiques incarnent la Liberté, les droits économiques, sociaux et culturels réalisent l’Égalité, et les droits de solidarité, en plein essor, aspirent à concrétiser la Fraternité.


Cependant, si la liberté et l’égalité ont été dûment consacrées dans les textes constitutionnels et les instruments internationaux, la fraternité – envisagée comme solidarité universelle – demeure, encore aujourd’hui, une promesse inachevée. Il est donc urgent d’interroger la manière dont les idéaux révolutionnaires de 1789 ont façonné le droit international des droits de l’homme, et surtout, de démontrer pourquoi l’heure est venue de faire des droits de la fraternité un pilier juridique pleinement consolidé, avec la même vigueur et la même noblesse que les droits de liberté et d’égalité.



Liberté : De la proclamation révolutionnaire au droit international positif


L’idéal de Liberté, porté avec ferveur dans les barricades de Paris, s’est vu conférer une résonance durable dans l’architecture du droit international public. Dès les premières déclarations des droits – notamment la Déclaration des droits de l’homme et du citoyen de 1789 – la liberté individuelle fut hissée au rang de principe cardinal du nouvel ordre juridique.


Ce legs lumineux trouva un écho universel après la Seconde Guerre mondiale, lorsque la communauté internationale, ébranlée par les atrocités du conflit, reconnut en la liberté l’un des fondements essentiels de la paix et de la justice. La Déclaration universelle des droits de l’homme de 1948 grava dans le marbre du droit les principales libertés fondamentales : liberté de pensée, de conscience, de religion, d’expression, de circulation, entre autres. Née de l’expérience du cataclysme mondial et du désir ardent d’un nouvel ordre équitable, cette Déclaration proclamait avec force que sans libertés garanties, la dignité humaine reste une illusion.


Chaque être humain, du seul fait de son humanité, devait être libre de toute tyrannie et de toute peur. Le message, empreint d’une puissance éthique et rhétorique éclatante, était clair : la liberté cesserait d’être un privilège accordé pour devenir un droit inhérent, que les États se devaient de respecter et de garantir.


Cette aspiration s’est traduite, quelques années plus tard, par l’adoption d’instruments juridiques contraignants à portée universelle. Le Pacte international relatif aux droits civils et politiques (PIDCP), adopté en 1966 et entré en vigueur en 1976, donna corps à l’idéal de liberté sous la forme d’obligations juridiques précises imposées aux États. Dans ses articles résonne l’esprit révolutionnaire de 1789 : le droit à la vie y est affirmé, la torture et l’esclavage y sont prohibés, les libertés d’expression, d’association, de religion y sont consacrées, tout comme le droit au procès équitable et à la participation politique.


Chaque disposition du PIDCP est l’écho contemporain de la clameur “Liberté !” : aucun gouvernement ne peut plus, sans violer le droit international, faire taire la voix de ses citoyens, les emprisonner arbitrairement ou leur interdire de choisir leurs dirigeants. Ce qui fut jadis proclamé dans les rues est désormais inscrit dans le granit juridique d’un traité à valeur normative. Presque tous les États du monde ont ratifié le PIDCP, ce qui signifie que la majorité de l’humanité vit aujourd’hui – du moins en théorie – sous la protection des droits de liberté.


Les exemples concrets abondent dans la vie quotidienne de nos systèmes juridiques : une journaliste peut publier des opinions critiques sans être censurée ; un accusé bénéficie du droit à un procès équitable ; une minorité religieuse peut pratiquer librement sa foi ; un citoyen peut manifester pacifiquement pour revendiquer des changements. Ces droits forment le bouclier de l’autonomie individuelle face au pouvoir étatique, matérialisant la Liberté dans la sphère publique.


Leur influence est telle que la plupart des constitutions des 193 États membres de l’ONU comportent aujourd’hui une charte de droits civils et politiques directement inspirée de cet idéal. De la Première Amendement de la Constitution des États-Unis, garantissant la liberté d’expression, aux constitutions latino-américaines, européennes, africaines ou asiatiques, affirmant l’habeas corpus ou la liberté religieuse, se dessine un fil d’or remontant à 1789. L’idéal révolutionnaire d’être libres et affranchis de l’oppression est devenu loi écrite.


La Liberté a ainsi trouvé sa voie dans le droit positif mondial, démontrant avec éclat la puissance normative d’un idéal philosophique quand il embrase l’âme des peuples.



Égalité : Vers la justice sociale dans le concert des nations


Aux côtés de la liberté, les révolutionnaires de 1789 brandirent avec force le drapeau de l’Égalité. Il ne s’agissait pas seulement d’égalité devant la loi, mais de la dignité égale et inaliénable de tous les êtres humains, sans distinction d’origine, de fortune ou de statut social. Cet idéal s’est avéré tout aussi fécond que la liberté dans l’évolution du droit international, en particulier dans la structuration des droits humains dits de deuxième génération.


Si la liberté visait à contenir les excès du pouvoir et à garantir l’autonomie de l’individu, l’égalité exigeait davantage : que chacun dispose de conditions matérielles de base et d’opportunités réelles pour mener une vie digne. Le XXe siècle, traversé par de profondes inégalités sociales et économiques, a vu émerger la conviction que la justice véritable ne pouvait exister sans un minimum d’équité dans les moyens de subsistance. C’est dans ce contexte qu’a pris forme un ensemble de droits économiques, sociaux et culturels, destinés à rendre effective l’égalité substantielle.


La Déclaration universelle de 1948 esquissait déjà plusieurs de ces droits : droit à la sécurité sociale, au travail, au repos, à l’éducation... Elle reconnaissait que la liberté, prise isolément, demeure incomplète si des millions d’individus manquent de pain, d’abri ou d’accès à la connaissance. L’égalité, comprise comme justice sociale, devait donc se joindre à la liberté dans l’architecture des droits humains universels.


Le pas décisif vers la consécration juridique de cette égalité fut franchi avec l’adoption du Pacte international relatif aux droits économiques, sociaux et culturels (PIDESC), également en 1966. Frère jumeau du PIDCP, ce traité engage les États à promouvoir et protéger les droits qui favorisent l’équité dans les conditions de vie. On y retrouve le droit à un travail décent et justement rémunéré, le droit de fonder des syndicats, la sécurité sociale, l’accès à l’éducation à tous les niveaux, le droit à la santé, à un niveau de vie adéquat (comprenant nourriture, habillement, logement), et le droit de participer à la vie culturelle et de jouir du progrès scientifique.


Chacun de ces droits incarne juridiquement la valeur Égalité : il ne suffit plus que la loi traite tout le monde de manière égale en apparence, il faut désormais que chaque personne puisse développer ses capacités dans des conditions réellement équitables, sans être entravée par la pauvreté ou l’exclusion.


Certes, le PIDESC reconnaît que la réalisation intégrale de certains droits pourra s’opérer de manière progressive, en fonction des ressources de chaque pays. Mais le simple fait que ces droits existent en tant qu’obligations internationales est révélateur : l’idéal d’égalité est devenu norme contraignante, guidant les politiques publiques dans toutes les régions du globe.


Les effets pratiques des droits à l’égalité sont palpables dans les constitutions modernes, surtout à partir de l’après-guerre et des mouvements de décolonisation. Nombre de constitutions ont intégré de vastes catalogues de droits sociaux, aux côtés des droits civils. Par exemple, la Constitution de l’Inde (1950) garantit le droit à l’éducation gratuite pour les enfants ; la plupart des constitutions latino-américaines proclament les droits à la santé et à la sécurité sociale ; l’Afrique du Sud, sortant de l’apartheid, a inclus les droits au logement, à l’eau et aux soins médicaux.


Même les constitutions d’Europe occidentale, comme celle de l’Espagne (1978), reconnaissent les droits à la santé, aux pensions et à un logement digne. En Amérique latine, des textes comme la Constitution colombienne (1991) ou celle de l’Argentine (réforme de 1994) ont hissé au rang constitutionnel de nombreux droits sociaux inspirés par l’idéal d’égalité matérielle.


Ainsi, parmi les 193 États membres de l’ONU, la vaste majorité reflète désormais dans ses textes fondamentaux les droits proclamés dans le PIDESC. C’est le signe que l’égalité sociale, longtemps perçue comme un noble espoir, est devenue un mandat juridique. L’idéal d’Égalité a pénétré jusqu’au cœur du contrat social des nations : nous comprenons aujourd’hui que la liberté individuelle se sublime lorsqu’elle est accompagnée d’une égalité réelle des chances et des conditions de vie pour tous.



Fraternité : L’émergence des droits de solidarité


Reste à explorer le troisième pilier de ce triptyque révolutionnaire : la Fraternité. Contrairement à ses deux sœurs, la fraternité ne s’est pas immédiatement cristallisée en droits juridiquement opposables au cours du XXe siècle. Cet idéal – qui évoque la fraternité entre tous les êtres humains – a souvent été relégué au domaine de l’éthique ou de la rhétorique, sans bénéficier du même développement normatif que la liberté ou l’égalité. Pourtant, la notion de fraternité n’a jamais été absente du projet universaliste des droits humains.


Dès 1948, l’article premier de la Déclaration universelle des droits de l’homme énonce que « tous les êtres humains naissent libres et égaux en dignité et en droits. Ils sont doués de raison et de conscience et doivent agir les uns envers les autres dans un esprit de fraternité ». Dans cette phrase dense et lumineuse – qui conjugue liberté, égalité et fraternité – apparaît la reconnaissance explicite d’un devoir fraternel entre les membres de la famille humaine. La fraternité y est conçue non comme un simple sentiment, mais comme un principe directeur de la conduite humaine, un idéal de solidarité qui transcende les frontières, les langues, les croyances.


Ce n’était pas un hasard : les rédacteurs de la Déclaration – des figures telles que René Cassin, Eleanor Roosevelt ou Henri Laugier, imprégnées d’humanisme – avaient l’intuition que l’universalité des droits ne pouvait se construire sans la reconnaissance d’un lien fraternel entre les peuples. Néanmoins, malgré ce départ prometteur, les droits fondés explicitement sur la fraternité ont mis plusieurs décennies à s’articuler clairement dans le droit international.


C’est vers la fin du XXe siècle que l’idée de droits de solidarité – aussi appelés droits de la fraternité – commence à s’imposer comme la troisième génération des droits de l’homme. Ces droits se distinguent par leur nature collective ou diffuse, et par le fait qu’ils nécessitent une coopération internationale pour être pleinement réalisés. Si les droits de liberté protègent principalement l’individu contre l’État, et que les droits d’égalité imposent à l’État de garantir certaines prestations à ses citoyens, les droits de fraternité impliquent des devoirs conjoints entre les États et entre les peuples, en vue de protéger les biens communs de l’humanité.


Selon le constitutionnaliste allemand Peter Häberle, le futur développement de l’État de droit constitutionnel devra se mesurer à sa capacité à actualiser l’idéal de fraternité dans ses structures juridiques. Autrement dit, la maturité de nos sociétés se manifestera dans leur aptitude à coopérer solidairement, au-delà des intérêts nationaux immédiats, afin d’assurer des conditions de vie dignes et pacifiques pour tous les peuples. La solidarité – concept intimement lié à la fraternité – repose sur la reconnaissance que nul pays, nul être humain, n’est une île : nous faisons face à des défis mondiaux qui n’ont pas de solution individuelle, et qui réclament une action collective fondée sur l’empathie et la responsabilité partagée.


Mais quels sont concrètement ces droits de la fraternité ? La doctrine juridique en identifie plusieurs, mais trois d’entre eux se sont développés de manière plus marquée dans les instances internationales : le droit à la paix, le droit au développement (durable) et le droit à un environnement sain. Tous partagent deux caractéristiques fondamentales : leur titulaire est l’humanité dans son ensemble (ou des peuples entiers), et leur mise en œuvre exige une fraternité active au sein de la communauté internationale.

Il convient à présent de les examiner brièvement.

Les droits de la Fraternité (suite)

Le droit à la paix

Le droit humain à la paix constitue sans doute le plus fondamental des droits de solidarité. Sans paix, en effet, les droits de liberté et d’égalité perdent tout terrain d’exercice. Inspiré du rêve ancestral de l’humanité de « forger les épées en socs de charrue », ce droit postule que chaque être humain et chaque peuple a le droit de vivre dans un ordre social et international où la paix prévaut.

La Charte des Nations Unies de 1945 avait déjà établi cette ambition comme objectif premier : « préserver les générations futures du fléau de la guerre ». Des décennies plus tard, cette aspiration fut reprise par l’Assemblée générale de l’ONU dans plusieurs déclarations majeures, telles que la Déclaration sur le droit des peuples à la paix (1984), puis la Déclaration sur le droit à la paix (2016).

Bien que ces résolutions ne possèdent pas la force juridique d’un traité, elles jouissent d’un poids moral et politique considérable. Elles affirment que les États ont l’obligation de coopérer pour éliminer la menace de la guerre, réduire les conflits armés et promouvoir la sécurité collective. La paix cesse d’être envisagée comme une simple absence de guerre ; elle devient un droit humain émergent, qui exige des engagements positifs : éducation à la paix, désarmement, médiation, culture du dialogue.


Certains pays sont allés plus loin, en inscrivant la paix dans leur constitution : la Constitution japonaise (1946) renonce à jamais à la guerre, tandis que celle de la Colombie (1991) proclame que « la paix est un droit et un devoir de stricte observance ».


Ces initiatives reflètent un réveil juridique du principe de fraternité : la paix est reconnue comme un droit, parce qu’il nous appartient à tous de la garantir réciproquement, en frères aspirant à vivre sans violence.

Le droit au développement (durable)

À côté de la paix, le droit au développement incarne un autre pan essentiel de la fraternité à l’échelle internationale. Formulé pour la première fois dans la Déclaration des Nations Unies sur le droit au développement de 1986, ce droit affirme que chaque peuple et chaque individu a le droit de participer à un développement économique, social, culturel et politique dans lequel tous ses droits fondamentaux puissent s’épanouir.


Il s’agit, en essence, du droit de ne pas être laissé pour compte, de surmonter la pauvreté et la marginalisation par la coopération solidaire entre les nations. L’idéal de fraternité s’exprime ici dans l’exigence de solidarité économique et technologique : les pays les plus avancés sont appelés à soutenir les plus vulnérables, en partageant ressources, savoirs et bonnes pratiques, pour que le bien-être progresse à l’échelle mondiale.


À l’aube du XXIe siècle, ce droit a évolué vers le concept de développement durable, qui intègre trois dimensions indissociables : la croissance économique, l’inclusion sociale et la protection de l’environnement, dans une perspective intergénérationnelle. Les Objectifs de développement durable (ODD) adoptés par l’ONU en 2015 sont l’incarnation concrète de cette vision solidaire : 17 objectifs mondiaux – allant de l’élimination de la faim et de la pauvreté, à l’éducation de qualité, la réduction des inégalités et la lutte contre le changement climatique – qui requièrent un effort collectif global.

L’ODD 17, en particulier, met en avant la « partenariat mondial pour le développement durable », soulignant que la fraternité entre les nations – à travers la coopération financière, commerciale, technologique – est une condition sine qua non pour atteindre les autres objectifs.


Bien qu’aucun traité universel contraignant ne garantisse encore ce droit au développement durable avec des mécanismes de sanction, la pratique internationale s’oriente dans cette direction : initiatives comme le Fonds vert pour le climat, l’aide publique au développement ou les réseaux scientifiques mondiaux sont les prémices d’une solidarité qui s’érige en norme.

En somme, le droit au développement nous invite à concevoir l’humanité comme une communauté solidaire, où le progrès de l’un contribue au bien de tous, et où « nul ne doit être laissé pour compte », selon la formule centrale de l’Agenda 2030 des Nations Unies.

Le droit à un environnement sain

Enfin, le droit à un environnement sain illustre de façon paradigmatique les droits de fraternité. La protection de la planète – notre maison commune, selon les mots du pape François – constitue un défi qui dépasse les frontières et les générations. La dégradation écologique, le changement climatique, la perte de biodiversité, la pollution généralisée menacent le bien-être, voire la survie, de tous les peuples.


C’est de cette menace globale qu’émerge l’idée selon laquelle chaque être humain a le droit de vivre dans un environnement propre, sain et durable, et que, corrélativement, les États et les autres acteurs ont le devoir de coopérer pour préserver cet espace commun.

Ce droit, non explicitement formulé en 1948, a gagné en reconnaissance au fil du temps. De nombreux instruments internationaux – de la Déclaration de Stockholm de 1972 à l’Accord de Paris de 2015 – insistent sur l’importance de préserver les écosystèmes et appellent à une responsabilité commune mais différenciée.


En 2022, l’Assemblée générale de l’ONU a franchi une étape historique en reconnaissant le droit humain à un environnement propre, sain et durable. Bien qu’il s’agisse d’une déclaration non contraignante, le message est fort : la communauté mondiale reconnaît désormais que la protection de l’environnement est un droit de tous et que sa garantie exige une action fraternelle universelle.

Plus de cent constitutions nationales incluent déjà ce droit explicitement. Par exemple, la Constitution sud-africaine reconnaît le droit à un environnement non préjudiciable à la santé, celle de l’Équateur (2008) accorde même des droits à la nature elle-même, et d’autres consacrent des devoirs explicites de protection écologique.


Dans ce contexte, la fraternité se traduit aussi comme solidarité intergénérationnelle : notre génération a le devoir moral et juridique de léguer aux générations futures une planète habitable. Le droit environnemental solidaire élargit le cercle de notre responsabilité morale et juridique, nous rappelant que nous sommes frères non seulement des vivants, mais aussi de ceux qui ne sont pas encore nés – et que seule une action collective permettra de préserver l’équilibre fragile de la Terre.



Conclusion : Vers la pleine positivisation de la Fraternité


Le parcours qui va de 1789 à nos jours nous enseigne une leçon essentielle : les idéaux les plus sublimes peuvent devenir réalité juridique lorsque la volonté collective s’unit pour les porter. Liberté, Égalité, Fraternité : ces trois mots, nés d’un cri d’espérance au cœur de la Révolution française, semblaient à l’époque un rêve utopique, un souffle d’humanisme dans un monde dominé par des monarchies absolues et des hiérarchies rigides. Et pourtant, au fil des générations, ces rêves ont peu à peu pris la forme de droits concrets.


Les droits de liberté ont été les premiers à acquérir une stature constitutionnelle et internationale, garantissant à chacun la protection contre l’arbitraire. Puis, ce fut au tour des droits d’égalité d’émerger, dessinant les contours d’un État plus juste et plus inclusif. Aujourd’hui, c’est à la Fraternité d’occuper la scène. Les droits dits « de solidarité » ou « de fraternité » ne bénéficient pas encore du même degré de positivisation : nous manquons encore de traités universels pleinement contraignants sur la paix, le développement ou l’environnement, équivalents, en force, aux Pactes de 1966.


Mais le cap est tracé. Les défis mondiaux de notre temps nous y obligent : face aux guerres persistantes, à la crise climatique, aux pandémies, aux inégalités vertigineuses, aucun pays ne peut s’en sortir seul. L’interdépendance de l’humanité est désormais un fait indéniable – et le droit devra évoluer pour intégrer cette interdépendance solidaire, comme il l’a fait pour la liberté et l’égalité.

Affronter le XXIe siècle avec les armes du droit implique de hisser la Fraternité au même rang normatif que ses sœurs. Cela signifie plaider pour de nouveaux instruments internationaux contraignants – pourquoi pas une Convention sur le droit à la paix, un Pacte pour le développement durable, un Traité mondial de l’environnement – qui donneraient force juridique à ce qui n’est aujourd’hui que volonté politique.


Cela suppose aussi de cultiver dans la conscience mondiale un véritable esprit de fraternité, pour que les États agissent avec la générosité et la responsabilité qu’exige cette époque de grands bouleversements. Lutter pour les droits de la fraternité n’est pas une chimère, c’est la continuation naturelle de l’œuvre commencée en 1789.


De la même manière qu’on a jadis aboli l’esclavage, instauré le suffrage universel, établi l’école publique ou éradiqué des maladies par des efforts conjoints, il est aujourd’hui possible d’éradiquer l’extrême pauvreté, de prévenir les conflits avant qu’ils n’éclatent, et d’inverser les dommages écologiques, si nous savons agir dans l’unité.


Il faut donc lancer un appel à l’action : que les juristes, les gouvernements et les peuples ne s’arrêtent pas avant d’avoir vu ces droits de solidarité consacrés formellement dans tous les forums possibles. Ce n’est qu’à cette condition, lorsque Liberté, Égalité et Fraternité seront gravées avec la même clarté dans les lois et dans les cœurs, que nous pourrons dire que la promesse de la Révolution française et de la Déclaration universelle des droits de l’homme est pleinement tenue.

Comme l’écrivait le poète Schiller, dans les vers immortalisés par Beethoven :

« Tous les hommes deviendront frères ».


Faisons en sorte que le droit positif honore enfin cette magnifique promesse, en garantissant un monde où la liberté individuelle s’accorde avec l’égalité sociale et la fraternité universelle.

Il est temps que les droits de la Fraternité cessent d’être la sœur oubliée,pour devenir la colonne maîtresse d’un nouvel humanisme juridique,plus solidaire, plus pacifique, plus juste pour toute l’humanité.

 

Milton ARRIETA-LÓPEZ

 

 


 

The Rights of Fraternity

By Milton ARRIETA-LÓPEZ



Liberty, Equality, Fraternity. 


These three words—eternal emblem of the French Revolution—have illuminated humanity’s path since 1789. They were not mere revolutionary slogans, but the synthesis of a humanist ideal that would forever reshape the juridical and political world. Over more than two centuries, each of these values—liberty, equality, and fraternity—has gradually permeated the development of public international law and human rights.



Indeed, the doctrine of the three generations of human rights (proposed by jurist Karel Vasak in 1979) links each revolutionary ideal to a “generation” of rights: civil and political rights embody Liberty; economic, social, and cultural rights fulfill Equality; and the emerging solidarity rights represent Fraternity.


Yet, while liberty and equality have been extensively codified in treaties and constitutions, fraternity—understood as universal solidarity—remains an ideal awaiting full development. In the following pages, we will explore how the revolutionary ideals of 1789 forged the corpus of international human rights law—and why the time has come to consolidate the rights of fraternity with the same strength and elegance with which we enshrined the rights of liberty and equality.



Liberty – From Revolutionary Proclamation to International Legal Norm


The ideal of Liberty, brandished on the barricades of Paris, found lasting resonance in the building of public international law. The earliest declarations of rights, such as the 1789 Declaration of the Rights of Man and of the Citizen, placed individual freedom at the center of the new legal order. Following that legacy, after World War II, the international community recognized liberty as a foundational pillar of peace and justice.


The Universal Declaration of Human Rights of 1948 enshrined numerous fundamental freedoms—thought, conscience, religion, expression, movement, among others—setting the standard for future legal instruments. That Declaration, born from the trauma of war and the longing for a just world order, made it clear: without guaranteed freedoms, human dignity remains in question. Every person, by the mere fact of being human, must be free from tyranny and fear. The message could not be clearer nor more charismatic: freedom would no longer be a granted privilege, but an inherent right that States are bound to uphold.


This aspiration was soon transformed into binding international law. The International Covenant on Civil and Political Rights (ICCPR), adopted in 1966 and in force since 1976, translated the ideal of liberty into concrete legal obligations for States. Within its provisions beats the revolutionary spirit: it guarantees the right to life, prohibits torture and slavery, protects freedoms of expression, association, religious worship, and the right to due process and political participation.


Every article of the 1966 Covenant is a modern echo of the rallying cry "Liberty": it ensures that no government can, without violating international law, silence its citizens, imprison them arbitrarily, or prevent them from choosing their leaders. Liberty, once shouted from the public squares, was thus inscribed in the juridical marble of a binding treaty. Nearly all countries in the world have ratified the ICCPR, meaning that the vast majority of humanity now lives—at least normatively—under the protection of these freedoms.


Concrete examples abound in everyday legal systems: thanks to these rights, a journalist can publish critical opinions without prior censorship; a person accused of a crime has the right to a fair and impartial trial; a religious minority can practice their faith openly; an ordinary citizen can march peacefully in the streets demanding change. These are rights that safeguard individual autonomy from the power of the State, bringing Liberty to life in the public sphere.


Their influence has been so profound that most national constitutions of the 193 UN member states now incorporate a catalog of civil and political rights inspired by that ideal. From the First Amendment to the U.S. Constitution, which enshrines freedom of speech, to the constitutions of Latin American, European, African, and Asian countries guaranteeing habeas corpus or freedom of religion, we observe a guiding thread reaching back to 1789. The revolutionary ideal of being free and immune to oppression became written law. Liberty thus found its channel in global positive law, demonstrating the normative power that a philosophical value can wield when it ignites the soul of the people.



Equality – Toward Social Justice in the Community of Nations


Alongside liberty, the revolutionaries of 1789 hoisted the banner of Equality. It was not merely about equality before the law, but about the equal dignity of all human beings, regardless of birth or fortune. This ideal has been equally fruitful in the evolution of international law, especially in shaping the second generation of human rights.


If liberty sought to limit the abuse of power and guarantee spheres of personal autonomy, equality demanded something further: that all individuals have access to certain basic conditions and opportunities necessary to lead a life of dignity. The twentieth century—marked by vast social and economic disparities—saw the emergence of a conviction that true justice requires a level playing field for all.


From this conviction emerged a body of economic, social, and cultural rights, intended to fulfill the promise of substantive equality. The Universal Declaration of 1948 already outlined many of these rights—such as the right to social security, work, rest, and education—recognizing that liberty alone is incomplete if millions lack bread, shelter, or access to knowledge. Equality, understood as social justice, had to complement liberty within the framework of universal human rights.


The major step in giving this ideal legal force came with the adoption of the International Covenant on Economic, Social and Cultural Rights (ICESCR), also in 1966. This treaty, the sibling of the ICCPR, obligated States to promote and protect rights that aim at equity in living conditions. These include the right to decent work and fair wages, the right to form unions and access social security; the right to education at all levels, to health, and to an adequate standard of living—including food, clothing, and housing—as well as the right to participate in cultural life and benefit from scientific progress.


Each of these rights reflects the legal realization of the value of Equality: it is no longer sufficient for the law to treat everyone equally in form; the international community now aspires to ensure that every individual can develop their capacities on an equal footing with others—without being excluded by poverty or lack of opportunity.


Although the ICESCR recognizes that the full realization of many of these rights may be achieved progressively (depending on each country’s available resources), their mere existence as binding international obligations shows that the ideal of equality has been elevated into law, shaping state policy across the globe.


The practical impact of equality rights has been substantial in national legislation. Modern constitutions—especially after World War II and the wave of decolonization—have incorporated extensive catalogs of social rights alongside civil ones. For example, India’s 1950 Constitution enshrines free education for children; most Latin American constitutions guarantee the right to health care and social security; South Africa, emerging from apartheid, included rights to adequate housing, water, and medical care.


Even Western European constitutions—such as Spain’s 1978 Constitution—recognize rights to health protection, pensions, and decent housing. In Latin America, charters such as Colombia’s (1991) and Argentina’s (1994 reform) raised numerous social rights inspired by material equality to constitutional status.


Thus, among the 193 UN member states, the vast majority now reflect in their constitutions the rights proclaimed in the ICESCR—a clear sign that social equality has moved from noble aspiration to binding mandate. The value of Equality has become embedded in the DNA of nations: today, we understand that individual liberty is amplified when accompanied by equal opportunities and decent living conditions for all.



Fraternity – The Rise of Solidarity Rights


We now turn to the third value of that revolutionary triad: Fraternity. Unlike its companion ideals, fraternity did not immediately crystallize into enforceable rights in the twentieth century. This ideal—which evokes the brotherhood of all human beings—was often relegated to the realm of ethics or rhetoric, perhaps overshadowed by the more urgent imperatives of liberty and equality.


Yet the notion of fraternity was always present at the heart of the universal human rights project. As early as 1948, Article 1 of the Universal Declaration of Human Rights boldly proclaimed:

“All human beings are born free and equal in dignity and rights and, endowed with reason and conscience, should act towards one another in a spirit of brotherhood.”


In this powerful statement—intertwining liberty, equality, and fraternity—we find a call not only to be free and equal, but to treat one another with a fraternal spirit. Here, fraternity emerges as a guiding principle of human conduct, an ideal of solidarity that transcends borders, languages, and cultures.

This was no coincidence: it reflected the deep conviction of the Declaration’s drafters—figures such as René Cassin, Eleanor Roosevelt, and Henri Laugier, steeped in humanist thought—that universal brotherhood must complement liberty and equality as a foundation for lasting peace.

Nevertheless, despite such a promising beginning, rights explicitly grounded in fraternity would take decades to emerge clearly in international law.


Toward the end of the twentieth century, the idea of "solidarity rights"—also called the rights of fraternity—began to take shape as the third generation of human rights. These rights are distinguished by their collective or diffuse nature, and by the fact that their full realization requires international cooperation.


If liberty rights primarily protect individuals against the State, and equality rights compel the State to provide essential services, fraternity rights imply shared duties between States and peoples, working together to uphold the common goods of humanity.


As the German constitutional scholar Peter Häberle observed, the future development of the constitutional rule of law will be measured by how it integrates the ideal of fraternity into its legal frameworks. In other words, the maturity of our societies will be evident in our capacity to cooperate, beyond immediate national interests, to ensure dignified and peaceful living conditions for all peoples.


Solidarity, a concept intimately tied to fraternity, recognizes that no country and no human being is an isolated island: we face global problems that can only be resolved through collective action and mutual empathy.


But what, concretely, are these rights of fraternity?


Legal scholars often name several, but three have taken root in international law:

  1. the right to peace,

  2. the right to development (especially sustainable development), and

  3. the right to a healthy environment.

Each of these rights shares two defining characteristics:

  • their holder is humanity as a whole (or entire peoples), and

  • their realization requires active fraternity among nations.

Let us briefly explore each of these.


The Right to Peace


The right to peace is arguably the most fundamental of all solidarity rights. Without peace, the rights of liberty and equality have no fertile ground in which to grow. Inspired by humanity’s age-old longing to “beat swords into ploughshares,” this right proclaims that every human being—and every people—has the right to live in a social and international order where peace prevails.

The United Nations Charter of 1945 laid the foundation for this vision, declaring its primary goal to be “to save succeeding generations from the scourge of war.” Decades later, this aspiration was reaffirmed by the UN General Assembly in various statements, most notably the 1984 Declaration on the Right of Peoples to Peace, and more recently, the 2016 Declaration on the Right to Peace.

Though these resolutions do not carry the binding force of a treaty, they wield enormous moral and political weight. They acknowledge that States have a duty to cooperate to eliminate the threat of war, reduce armed conflicts, and promote collective security.


Peace is no longer understood solely as a state of non-war, but as an emerging human right that requires positive actions: peace education, disarmament, conflict mediation, and a culture of dialogue.

Some countries have gone even further by enshrining the concept in their constitutions. For example, Japan’s 1946 Constitution famously renounces war as a sovereign right, and Colombia’s 1991 Constitution declares that “peace is a right and a duty of mandatory fulfillment.”


These initiatives reflect a legal awakening to the value of fraternity: peace is elevated to the status of a right precisely because it is our shared responsibility to guarantee it for one another, as brothers and sisters who seek to live together without violence.

The Right to Development


Alongside peace, the right to development represents another vital expression of fraternity on the international stage. Formally proclaimed in the 1986 United Nations Declaration on the Right to Development, this right affirms that every person and every people has the right to participate in economic, social, cultural, and political development in which all fundamental human rights and freedoms can be fully realized.


In essence, this is the right not to be excluded from progress, the right to overcome poverty and marginalization through cooperation among nations.


The idea of fraternity shines here as a call for economic and technological solidarity: the more developed countries are morally and politically urged to support the less advantaged, sharing resources, knowledge, and best practices so that well-being can expand globally.

In the early 21st century, this right evolved into the notion of sustainable development, which encompasses not only economic growth and social inclusion but also environmental protection, with future generations in mind.

The Sustainable Development Goals (SDGs) adopted by the United Nations in 2015 are a concrete manifestation of this fraternal vision. Seventeen global goals—ranging from the eradication of hunger and poverty, to quality education, reduced inequalities, and climate action—require a shared global effort.

Particularly, SDG 17 emphasizes the need for a “Global Partnership for Sustainable Development,” highlighting that fraternity among nations—through financial, commercial, and technological cooperation—is a sine qua non condition for achieving the rest.


Although there is not yet a binding universal treaty that guarantees the right to sustainable development with enforceable mechanisms, international practice is advancing in that direction. Initiatives such as the Green Climate Fund, official development assistance, and global scientific networks are early expressions of solidarity turning into norm.


Ultimately, the right to development urges us to see humanity as a great community, where the progress of one contributes to the well-being of all, and where the commitment to “leave no one behind”—the central motto of the UN’s 2030 Agenda—becomes a moral imperative for our time.


The Right to a Healthy Environment


The right to a healthy environment stands as a paradigmatic example of the rights of fraternity. The protection of the planet—our common home, as Pope Francis aptly put it—is a challenge that transcends national borders and generational lines.


Environmental degradation, climate change, biodiversity loss, and global pollution threaten not only well-being but the very survival of all peoples. It is from this shared vulnerability that the idea emerges: every person has the right to live in a clean, healthy, and sustainable environment. Correspondingly, States—and other actors—have the duty to cooperate to safeguard this shared space.


This right was not expressly included in the 1948 Universal Declaration, but it has steadily gained recognition. A host of international instruments—from the 1972 Stockholm Declaration on the Human Environment to the 2015 Paris Agreement on climate change—emphasize the need to preserve ecosystems and invoke the common but differentiated responsibilities of nations.


In 2022, the UN General Assembly took a historic step by adopting a resolution formally recognizing the human right to a clean, healthy, and sustainable environment. Though non-binding, this declaration sends a resounding message: the global community acknowledges that environmental care is a universal right, and that its protection demands fraternal action on a planetary scale.


In fact, more than 100 national constitutions now explicitly recognize the right to a healthy environment. For instance, South Africa’s Constitution protects the right to an environment not harmful to health or well-being; Ecuador’s 2008 Constitution even grants legal rights to nature itself. Many others impose clear duties of environmental stewardship.


In this context, fraternity manifests as intergenerational solidarity: our generation holds an obligation to future ones—to pass on a habitable planet. Environmental solidarity law expands the circle of moral and legal consideration, reminding us that we are also siblings to those yet unborn, and that only united action will preserve the balance of the Earth.



Conclusion – Toward the Full Legal Recognition of Fraternity


The journey from 1789 to the present teaches us a vital lesson: the most sublime ideals can become legal realities when collective will pushes in that direction.


Liberty, Equality, and Fraternity were born as a cry of revolutionary hope, as a dream of humanism that once seemed utopian amidst absolute monarchies and rigid hierarchies. Yet, as generations have passed, those dreams have gradually taken the shape of rights: first, the rights of liberty gained constitutional and international stature; then, the rights of equality opened the way for building more just States; now, it is fraternity’s turn.


The so-called rights of fraternity, or solidarity rights, have yet to reach the same level of legal consolidation—we still lack fully binding universal treaties on peace, development, or the environment comparable in force to the 1966 Covenants. But the horizon is unmistakably moving in that direction.


The global challenges of our time demand it: in the face of persistent wars, climate crisis, pandemics, and staggering inequalities, no country can save itself alone. Humanity’s interdependence is no longer a theory—it is an inescapable reality. And law must evolve to formally enshrine that interdependence, just as it did with liberty and equality.


Facing the 21st century with the instruments of law requires us to elevate Fraternity to the same normative rank as its sister values. This means advocating for new binding international instruments—perhaps a Convention on the Right to Peace, a Pact for Sustainable Development, or a Global Environmental Treaty—that would give legal weight to what are now mostly political commitments.


It also means fostering a fraternal consciousness among the global citizenry, so that States act with the generosity and responsibility this era demands.


Fighting for the rights of fraternity is not a fantasy; it is the natural continuation of the endeavor begun in 1789. Just as we once abolished slavery, established universal suffrage, created public education, or eradicated diseases through joint effort, we can now aspire to end extreme poverty, prevent conflicts before they erupt, and reverse environmental degradation, if we act united.


Hence, a call to action is essential: let jurists, leaders, and peoples persist until these solidarity rights are formally recognized in every possible forum. Only when Liberty, Equality, and Fraternity are equally engraved in law—and in the human heart— will we be able to say that the promise of the French Revolution and the Universal Declaration has been truly fulfilled.

In the words of poet Schiller, immortalized by Beethoven:

“All men shall become brothers.”


Let us ensure that positive law finally honors that beautiful proclamation, securing a world where individual freedom coexists with social equality and global fraternity.


Now is the time for the rights of fraternity to cease being the forgotten sister,and instead become a pillar of a new juridical humanismmore united, more peaceful, and more just for all of humanity.


Milton ARRIETA-LÓPEZ

 

 
 
 

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