La Paz: El Derecho más Importante de la Fraternidad
- Milton ARRIETA-LÓPEZ
- 25 août
- 14 min de lecture

La Paz: El Derecho más Importante de la Fraternidad
por Milton Arrieta-López
Introducción
La tríada moderna de libertad, igualdad y fraternidad ayudó a fundar el constitucionalismo y a orientar el Derecho Internacional Público (DIP) hacia la “paz por el Derecho”. Sin embargo, la fraternidad, como principio operativo de solidaridad, quedó rezagada frente a las técnicas jurídico-políticas de libertad e igualdad. Tras el fracaso de la Sociedad de Naciones para impedir la Segunda Guerra Mundial, la Carta de Naciones Unidas reubicó la paz en el centro del orden internacional como un compromiso jurídico y político de alcance universal.
A pesar de ese giro, la paz como derecho humano sigue sin una codificación fuerte. La Asamblea General, en 2016, reconoció que todas las personas deberían disfrutarla, pero la encuadró como un ideal asociado a la promoción de otros derechos, sin elevarla a la categoría plena de derecho humano exigible. Ello es insuficiente ante conflictos armados, violencias estructurales y culturales persistentes.
Este artículo sostiene que la paz es el derecho más importante de la fraternidad o, en terminología del DIP, de la solidaridad, porque permite que todos los demás derechos sean tutelables. Se propone su codificación en un instrumento vinculante de derechos de la solidaridad, preferiblemente un Tercer Pacto, alternativa más idónea que un protocolo adicional o una mera declaración programática.
Hacia una paz profunda
¿Qué entendemos por derechos de la fraternidad? En la dogmática internacional se conocen como derechos de la solidaridad o de “tercera generación”. Emergen del proceso de descolonización, de la globalización y de problemas comunes ambientales, tecnológicos, humanitarios que desbordan las capacidades estatales y exigen acciones coordinadas.
Su fundamento axiológico aparece en el artículo 1 de la Declaración Universal de 1948: los seres humanos, “dotados de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. La fraternidad nombra un deber de solidaridad para enfrentar desafíos colectivos.
Estos derechos se diferencian de los de libertad e igualdad porque son derechos-síntesis: se concretan solo si las libertades y las igualdades se encuentran efectivamente garantizadas. Por ello, su realización presupone los contenidos de la primera y la segunda generación.
En el DIP, los derechos de libertad se positivaron y se protegen en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP): vida, integridad, debido proceso, libertad de conciencia, entre otros, con más de 170 Estados parte.
Los derechos de igualdad económicos, sociales y culturales respondieron a las asimetrías de la industrialización y se enunciaron en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC). Estos impusieron deberes de prestación y no discriminación, completando la arquitectura universal.
Los derechos de la solidaridad incluyen, entre otros, la paz, el desarrollo y el medio ambiente. Su avance más reciente es el reconocimiento del derecho al medio ambiente limpio, saludable y sostenible por el Consejo de Derechos Humanos (2021) y la Asamblea General (2022), lo cual abre una ventana de oportunidad para institucionalizar toda la tercera generación.
A diferencia de los derechos de libertad/igualdad, los de solidaridad poseen titularidad dual: pertenecen a individuos y a colectivos (pueblos, minorías). Esa doble titularidad habilita remedios tanto individuales como colectivos frente a su vulneración.
Su núcleo operativo es la cooperación. Muchas amenazas, guerras por procura, desplazamientos masivos, pandemias, crisis climática solo admiten soluciones cooperativas y solidarias entre Estados y sociedades. En ausencia de cooperación, la tutela es imposible o tardía.
Esta dinámica ya se ha materializado regionalmente. La integración europea acostumbró a los pueblos a una paz institucionalizada y a prácticas de fraternidad política, aunque no baste por sí sola para garantizar estabilidad sin un horizonte solidario más amplio.
Conceptualmente, la paz comprende una dimensión negativa (ausencia de violencia directa) y una positiva (transformación de las condiciones que generan violencia). La Declaración de Santiago proceso impulsado desde la sociedad civil ha difundido esta visión integral.
La paz positiva exige satisfacer necesidades básicas, erradicar violencias estructurales y culturales, y asegurar el respeto efectivo de los derechos humanos. Supone, además, reorientar el modelo económico hacia la sostenibilidad y la justicia social.
La violencia estructural pobreza, desigualdad, exclusión bloquea la paz positiva y, con ella, la exigibilidad plena del resto de derechos. Sin transformar esas estructuras, los ciclos de violencia se regeneran.
De ahí la relevancia de la educación para la paz y de la cultura de paz como políticas de Estado y de comunidad internacional: valores, actitudes y prácticas (diálogo, cooperación, igualdad sustantiva, libertad de expresión) que permitan prevenir la violencia y gestionar conflictos.
¿Cómo materializar jurídicamente la paz como derecho humano? Hay tres rutas: i) Protocolo adicional al PIDCP; ii) Tercer Pacto de derechos de la solidaridad; iii) Declaración internacional sobre derechos de la solidaridad. Cada opción conlleva impactos distintos de validez, jerarquía y tutela.
El Protocolo podría subordinar los derechos de solidaridad al pacto “madre” y mantener su inferioridad normativa frente a las otras generaciones. La Declaración tendría gran autoridad política, pero carecería de fuerza obligatoria inmediata, aunque pueda prefigurar tratados futuros.
Por ello, la vía preferible es un Tercer Pacto autónomo: aseguraría rango y eficacia equiparables a PIDCP y PIDESC, habilitaría procedimientos de protección acordes con la naturaleza dual de titularidad, y permitiría acceso de personas y pueblos a instancias supranacionales de control.
El contenido mínimo de ese pacto debería: (a) definir la paz como derecho exigible en su doble dimensión negativa y positiva; (b) imponer obligaciones de cooperación para erradicar violencias estructurales y culturales; (c) reconocer legitimación activa individual y colectiva; y (d) articular la paz como derecho-síntesis condicionado a la plena garantía de libertades e igualdades.
Esta arquitectura no sería ajena a la Carta de la ONU, cuyo Preámbulo ordena “unir fuerzas” para mantener la paz, reafirma la fe en los derechos y llama a usar la fuerza solo al servicio del interés común. Un pacto de solidaridad actualizaría ese programa fundacional.
La reticencia de algunos Estados poderosos no es insuperable: también hubo oposición inicial a los derechos económicos, sociales y culturales, y, sin embargo, la perseverancia normativa condujo a los dos Pactos de 1966. La coyuntura actual con avances como el derecho humano al medio ambiente abre una ventana propicia para un acuerdo global sobre la solidaridad.
Conclusiones
La paz no es solo ausencia de guerra; es un derecho humano de la fraternidad que integra libertades e igualdades y las proyecta hacia la cooperación frente a riesgos comunes. Sin paz positiva sin eliminación de las causas estructurales de la violencia ningún derecho es plenamente exigible ni estable.
Materializar la paz como derecho humano exige pasar de la retórica a la codificación: un Tercer Pacto de derechos de la solidaridad, con procedimientos jurisdiccionales y preventivos, participación de individuos y pueblos, y obligaciones claras de cooperación interestatal y social. Paralelamente, la educación y la cultura de paz deben acompañar ese proceso para enraizarlo en las prácticas de las sociedades.
En suma, si la libertad protege la autonomía y la igualdad resguarda la dignidad en condiciones de justicia, la fraternidad, como solidaridad jurídica asegura la convivencia en un mundo interdependiente. Por eso, la paz es el derecho más importante de la fraternidad y debe convertirse en el eje central de un tratado universal sobre los derechos de la solidaridad. Sólo así haremos operativa la promesa de la Carta de la ONU y daremos al siglo XXI un derecho internacional coherente con sus desafíos.

Milton Arrieta-López
Referencias
Arrieta-López, M. & Certain-Ruiz, R. (2024). Intersecting Visions of Justice: The Philosophical Tapestry of Human Rights and Human Nature in the Thoughts of Macintyre, Arendt, Nino, and Habermas. (2024). The Age of Human Rights Journal, 22, e8430. https://doi.org/10.17561/tahrj.v22.8430
Arrieta López, M. (2023). El derecho humano a la paz: contenido, retos y formas de concreción (The human right to peace: content, challenges and ways of realization). Justicia, 28(43), 17–32. https://revistas.unisimon.edu.co/index.php/justicia/article/view/6180
Arrieta-López, M. (2023). La Paz como Derecho Fundamentado en la Idea de Kosmopolis y la Felicidad Universal (Peace as a right based on the idea of Kosmopolis and universal happiness). ANDULI, Revista Andaluza De Ciencias Sociales, (23), 117–136. https://doi.org/10.12795/anduli.2023.i23.07
Arrieta-López, M. (2022). Evolución del derecho humano a la paz el marco de las Naciones Unidas y de las Organizaciones de la Sociedad Civil (Evolution of the human right to peace in the framework of the United Nations and Civil Society Organizations). JURÍDICAS CUC, 18(1), 519–554. https://doi.org/10.17981/juridcuc.18.1.2022.21

Peace: The Most Important Right of Fraternity
by Milton Arrieta-López
Introduction
The modern triad of liberty, equality, and fraternity helped shape constitutionalism and guided Public International Law (PIL) toward the goal of "peace through law." However, fraternity, as an operative principle of solidarity, fell behind the legal and political techniques associated with liberty and equality. After the failure of the League of Nations to prevent World War II, the United Nations Charter repositioned peace at the core of the international order as a universal legal and political commitment.
Despite this shift, peace as a human right still lacks robust codification. In 2016, the General Assembly recognized that everyone should enjoy peace, but framed it as an ideal linked to the promotion of other rights, rather than elevating it to the status of a fully enforceable human right. This is insufficient in the face of ongoing armed conflicts, structural and cultural violence.
This article argues that peace is the most important right arising from fraternity—or, in PIL terminology, from solidarity—because it enables the enforceability of all other rights. It proposes its codification within a binding instrument on solidarity rights, ideally as a Third Covenant, which is a more appropriate alternative than an additional protocol or a merely programmatic declaration.
Toward a Deep Peace
What do we mean by the rights of fraternity? In international legal doctrine, they are known as rights of solidarity or "third-generation rights." They emerge from decolonization, globalization, and common environmental, technological, and humanitarian problems that exceed state capacities and demand coordinated action.
Their axiological foundation appears in Article 1 of the 1948 Universal Declaration: human beings, “endowed with reason and conscience, should act towards one another in a spirit of brotherhood.” Fraternity names a duty of solidarity to confront collective challenges.
These rights differ from those of liberty and equality because they are synthesis-rights: they are realized only when freedoms and equalities are effectively guaranteed. Their implementation therefore presupposes the contents of first- and second-generation rights.
In PIL, liberty rights were codified and protected in the International Covenant on Civil and Political Rights (ICCPR): life, integrity, due process, freedom of conscience, among others, with over 170 states party.
Equality rights—economic, social, and cultural—responded to the asymmetries of industrialization and were formulated in the International Covenant on Economic, Social and Cultural Rights (ICESCR). These imposed duties of provision and non-discrimination, completing the universal rights architecture.
Solidarity rights include, among others, peace, development, and the environment. The most recent progress was the recognition of the right to a clean, healthy, and sustainable environment by the Human Rights Council (2021) and the General Assembly (2022), opening a window of opportunity for the institutionalization of all third-generation rights.
Unlike liberty/equality rights, solidarity rights have dual ownership: they belong to both individuals and collectives (peoples, minorities). This dual ownership enables both individual and collective remedies in case of violation.
Their operational core is cooperation. Many threats—proxy wars, mass displacements, pandemics, climate crisis—require cooperative and solidaristic solutions between states and societies. In the absence of cooperation, protection becomes impossible or delayed.
This dynamic has already materialized regionally. European integration has accustomed peoples to institutionalized peace and practices of political fraternity, although this alone is not enough to ensure stability without a broader horizon of solidarity.
Conceptually, peace includes a negative dimension (absence of direct violence) and a positive one (transformation of the conditions that generate violence). The Santiago Declaration—a process driven by civil society—has spread this holistic vision.
Positive peace requires satisfying basic needs, eradicating structural and cultural violence, and ensuring the effective respect of human rights. It also implies reorienting the economic model toward sustainability and social justice.
Structural violence—poverty, inequality, exclusion—blocks positive peace and, with it, the full enforceability of other rights. Without transforming these structures, cycles of violence regenerate.
Hence the importance of peace education and a culture of peace as both state and international community policies: values, attitudes, and practices (dialogue, cooperation, substantive equality, freedom of expression) that allow violence to be prevented and conflicts managed.
Conclusions: Legal Materialization of Peace as a Human Right
How can peace be legally recognized as a human right? There are three possible paths:
An additional protocol to the ICCPR;
A Third Covenant on solidarity rights;
An international declaration on solidarity rights.
Each option has different implications in terms of validity, hierarchy, and protection.
An additional protocol could subordinate solidarity rights to the “mother” covenant, keeping their normative inferiority relative to the other generations. A declaration would have significant political authority but lack immediate binding force—though it could prefigure future treaties.
Thus, the preferred route is an autonomous Third Covenant: it would ensure a rank and effectiveness equal to the ICCPR and ICESCR, enable protection procedures aligned with the dual nature of ownership, and allow individuals and peoples to access supranational oversight mechanisms.
The minimum content of this covenant should:
(a) Define peace as an enforceable right in both its negative and positive dimensions;
(b) Impose cooperation obligations to eradicate structural and cultural violence;
(c) Recognize both individual and collective standing;
(d) Structure peace as a synthesis-right conditioned upon the full guarantee of freedoms and equalities.
This architecture would not be alien to the UN Charter, whose Preamble calls to “unite our strength” to maintain peace, reaffirms faith in rights, and mandates that force be used only in service of the common interest. A solidarity pact would update that program.

Milton Arrieta-López


La paix : le droit le plus important de la fraternité
par Milton Arrieta-López
Introduction
La triade moderne liberté, égalité, fraternité a contribué à fonder le constitutionnalisme et à orienter le Droit international public (DIP) vers l’idéal de la « paix par le droit ». Cependant, la fraternité, en tant que principe opératoire de solidarité, a été reléguée au second plan par rapport aux instruments juridiques et politiques de la liberté et de l’égalité. Après l’échec de la Société des Nations à prévenir la Seconde Guerre mondiale, la Charte des Nations Unies a replacé la paix au cœur de l’ordre international, comme engagement juridique et politique à portée universelle.
Malgré ce tournant, la paix en tant que droit humain demeure sans codification solide. En 2016, l’Assemblée générale a reconnu que tous les individus devraient en jouir, mais l’a encadrée comme un idéal lié à la promotion d’autres droits, sans l’élever au rang de droit pleinement justiciable. Cette reconnaissance reste insuffisante face aux conflits armés et aux violences structurelles et culturelles persistantes.
Cet article soutient que la paix constitue le droit le plus important issu de la fraternité – ou, dans le vocabulaire du DIP, de la solidarité –, car elle permet la justiciabilité de tous les autres droits. Il propose sa codification au sein d’un instrument contraignant relatif aux droits de solidarité, de préférence un Troisième Pacte, solution plus appropriée qu’un protocole additionnel ou qu’une simple déclaration programmatique.
Vers une paix profonde
Que faut-il entendre par droits de la fraternité ? Dans la dogmatique internationale, ils sont connus sous le nom de droits de solidarité ou de « troisième génération ». Ils sont nés des processus de décolonisation, de la mondialisation et de problématiques communes – environnementales, technologiques, humanitaires – qui dépassent les capacités étatiques et requièrent des réponses coordonnées.
Leur fondement axiologique apparaît à l’article 1er de la Déclaration universelle de 1948 : les êtres humains, « doués de raison et de conscience, doivent agir les uns envers les autres dans un esprit de fraternité ». La fraternité y est conçue comme un devoir de solidarité face aux défis collectifs.
Ces droits se distinguent de ceux de liberté et d’égalité en ce qu’ils sont des droits-synthèse : ils ne peuvent se concrétiser que si libertés et égalités sont effectivement garanties. Leur effectivité suppose donc la mise en œuvre préalable des droits de première et de deuxième génération.
Dans le DIP, les droits de liberté ont été consacrés dans le Pacte international relatif aux droits civils et politiques (PIDCP) : droit à la vie, intégrité, procès équitable, liberté de conscience, etc., avec plus de 170 États parties.
Les droits d’égalité – économiques, sociaux et culturels – ont répondu aux asymétries engendrées par l’industrialisation et ont été formulés dans le Pacte international relatif aux droits économiques, sociaux et culturels (PIDESC). Ils imposent des obligations de prestation et de non-discrimination, complétant ainsi l’architecture des droits universels.
Les droits de solidarité comprennent notamment la paix, le développement et l’environnement. Leur progrès le plus récent réside dans la reconnaissance du droit à un environnement propre, sain et durable, par le Conseil des droits de l’homme (2021) et l’Assemblée générale (2022), ce qui ouvre une fenêtre d’opportunité pour institutionnaliser l’ensemble des droits de troisième génération.
À la différence des droits de liberté et d’égalité, les droits de solidarité possèdent une titularité duale : ils appartiennent à la fois aux individus et aux collectivités (peuples, minorités). Cette double titularité autorise des recours aussi bien individuels que collectifs en cas de violation.
Leur noyau opérationnel est la coopération. De nombreuses menaces – guerres par procuration, déplacements massifs, pandémies, crise climatique – ne peuvent être surmontées que par des solutions coopératives et solidaires entre États et sociétés. Sans coopération, la protection est impossible ou trop tardive.
Cette dynamique s’est déjà concrétisée à l’échelle régionale. L’intégration européenne a habitué les peuples à une paix institutionnalisée et à des pratiques de fraternité politique, bien que cela ne suffise pas à garantir la stabilité sans un horizon solidaire plus large.
Conceptuellement, la paix comporte une dimension négative (absence de violence directe) et une dimension positive (transformation des conditions génératrices de violence). La Déclaration de Santiago, processus impulsé par la société civile, a largement diffusé cette conception intégrale.
La paix positive exige la satisfaction des besoins fondamentaux, l’éradication des violences structurelles et culturelles, ainsi que la garantie effective des droits humains. Elle suppose également une réorientation du modèle économique vers la durabilité et la justice sociale.
La violence structurelle – pauvreté, inégalités, exclusion – fait obstacle à la paix positive et, avec elle, à l’exigibilité pleine des autres droits. Tant que ces structures ne sont pas transformées, les cycles de violence se reproduisent.
D’où l’importance de l’éducation à la paix et de la culture de la paix comme politiques d’État et de communauté internationale : valeurs, attitudes et pratiques (dialogue, coopération, égalité substantielle, liberté d’expression) qui permettent de prévenir la violence et de gérer les conflits.
Comment reconnaître juridiquement la paix comme droit humain ?
Trois voies sont envisageables :
Un protocole additionnel au PIDCP ;
Un Troisième Pacte relatif aux droits de solidarité ;
Une déclaration internationale sur les droits de solidarité.
Chaque option a des implications différentes en termes de validité, de hiérarchie et de justiciabilité.
Le protocole risquerait de subordonner les droits de solidarité au pacte « mère » et de maintenir leur infériorité normative par rapport aux autres générations. La déclaration aurait une forte portée politique, mais dépourvue de force obligatoire immédiate, même si elle pourrait préfigurer de futurs traités.
La voie à privilégier est donc celle d’un Troisième Pacte autonome : il garantirait un rang et une efficacité équivalents à ceux du PIDCP et du PIDESC, mettrait en place des procédures de protection compatibles avec la nature duale de ces droits, et permettrait l’accès des individus et des peuples à des instances supranationales de contrôle.
Le contenu minimal d’un tel pacte devrait :
(a) Définir la paix comme droit justiciable, dans ses dimensions négative et positive ;
(b) Imposer des obligations de coopération pour éradiquer les violences structurelles et culturelles ;
(c) Reconnaître la légitimation active tant individuelle que collective ;
(d) Articuler la paix comme un droit-synthèse, conditionné par la pleine garantie des libertés et des égalités.
Cette architecture ne serait pas étrangère à la Charte des Nations Unies, dont le préambule enjoint à « unir nos forces » pour maintenir la paix, réaffirme la foi dans les droits humains, et appelle à n’user de la force qu’au service de l’intérêt commun. Un pacte de solidarité actualiserait ce programme fondateur.
La réticence de certains États puissants n’est pas insurmontable : les droits économiques, sociaux et culturels ont eux aussi rencontré des résistances à leur reconnaissance, mais la persévérance normative a permis l’adoption des deux Pactes de 1966. Le contexte actuel, avec des avancées comme la reconnaissance du droit humain à un environnement sain, ouvre une fenêtre favorable à un accord mondial sur la solidarité.
Conclusions
La paix n’est pas seulement l’absence de guerre : c’est un droit humain de la fraternité qui intègre les libertés et les égalités et les projette vers la coopération face aux risques communs. Sans paix positive – sans élimination des causes structurelles de la violence – aucun droit ne peut être pleinement exigible ni durable.
Reconnaître juridiquement la paix comme droit humain suppose de passer de la rhétorique à la codification : un Troisième Pacte sur les droits de solidarité, avec des procédures juridictionnelles et préventives, la participation des personnes et des peuples, et des obligations claires de coopération entre États et sociétés. En parallèle, l’éducation et la culture de la paix doivent accompagner ce processus pour l’ancrer dans les pratiques des sociétés.
En somme, si la liberté protège l’autonomie et si l’égalité préserve la dignité dans la justice, la fraternité, entendue comme solidarité juridique, assure la coexistence dans un monde interdépendant. C’est pourquoi la paix est le droit le plus important de la fraternité, et doit devenir le pôle central d’un traité universel sur les droits de la solidarité. C’est à cette condition que la promesse de la Charte des Nations Unies deviendra effective, et que le XXIe siècle connaîtra un droit international à la hauteur de ses défis.

Milton Arrieta-López
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